Parafraseando a Jane Austen, es una verdad universalmente reconocida que una madre católica de cinco hijos debe desear que ellos consigan un buen trabajo. Sin embargo, con “bueno” no me refiero solo a un empleo que permita pagar las cuentas.
Crecí en un hogar católico y conocí a mi esposo, Aaron, en la universidad, mientras cursábamos estudios de posgrado en la Universidad de Notre Dame. Maggie, la mayor de nuestros hijos, también es una “Fighting Irish”. La tinta de su diploma aún no se había secado la primavera pasada cuando recibió una oferta de trabajo en The Pontifical Mission Societies USA (TPMS). Yo sabía que se trataba de un “trabajo en la Iglesia”, que claramente tenía que ver con “misioneros”, y que formaría parte del equipo de comunicación. Pero no tenía plena conciencia de qué era TPMS ni de cuáles serían sus funciones allí.
Cinco meses después de haber comenzado, y justo unos días antes de volver a casa por Navidad, Maggie tuvo la oportunidad de viajar a Malaui —uno de los países más pobres del mundo— junto a algunos de sus colegas. Tomó miles de fotos y recopiló el material con el que escribiría algunas de las historias que aparecen en esta revista que tienes en tus manos.
En casa solemos ser muchos a la mesa, pero en Navidad llegamos a ser casi dos docenas de personas de todas las edades y procedencias. Por eso, compartir algo más que lo básico no siempre es sencillo. Aun así, logró reunirnos a todos en la sala una mañana, y, sobornándonos con café, galletas y la promesa de una buena historia, se convirtió en esa persona que enciende la televisión para mostrar las fotos de su viaje a un lugar paradisíaco.
Y sin embargo, Maggie nos tenía cautivados con sus relatos. Nos mostró fotos de la escuela St. John, y como profesora de química para alumnos de sexto grado, me sentí impactada, incluso escandalizada, al ver que esos niños llamaban “aula” a cuatro paredes y suelos de tierra. ¿Cómo pueden aprender en esas condiciones?
Pero a través de sus historias, de las imágenes y videos de la cálida acogida que recibieron en cada lugar visitado, fuimos capaces de mirar más allá del choque cultural inicial, y de notar que, pese a todo, las fotos mostraban ojos llenos de alegría, esperanza y gratitud.
La pobreza que encontró, nos dijo Maggie, quedará grabada para siempre en su memoria, pero aún más profundamente, la dignidad de las personas que conoció. Desde los pequeños —pero para nada insignificantes— detalles de mujeres con las manos cuidadas, hasta niños vestidos con esmero con ropa heredada que parecía fuera de lugar en las humildes iglesias donde asistían a misa, ella nos contaba que era evidente que se trataba de personas conscientes de la dignidad que Dios les ha dado.
Cuanto más escuchábamos, más queríamos saber, como familia, sobre lo que Maggie estaba haciendo y sobre el impacto de The Pontifical Mission Societies en Estados Unidos y las misiones del Papa. Nos enteramos del apoyo a más de 800.000 catequistas que enseñan la fe en 1.150 territorios de misión. Nos sorprendió saber que actualmente hay unos 38.000 seminaristas que no podrían continuar sus estudios si no fuera por las becas anuales que reciben gracias a TPMS. ¿Se imaginan todo el bien que esos futuros sacerdotes podrán hacer?
También nos conmovió descubrir que hay más de 26 millones de niños y niñas que, sin el respaldo que las Iglesias locales reciben de TPMS, no tendrían acceso a la educación.
Como maestra, me sentí inspirada a actuar al saber que se podía conectar la escuela donde enseño con escuelas de muchos países del mundo. Durante la Semana de la Escuela Católica, rezamos el Rosario Misionero, uniendo a niños desde jardín hasta sexto grado. Preparamos 150 kits del Rosario Misionero que enviaremos a la escuela St. John, para que sepan que Dios está con ellos, y que también lo estamos nosotros, los católicos de América, que nos sentimos agradecidos y orgullosos de pertenecer a la Iglesia Universal.
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