Las instrucciones sapienciales de Jesús, que hemos escuchado los últimos domingos, llegan a su punto más álgido y controversial con la enseñanza de hoy. El Maestro de Nazaret, dirigiéndose a una «multitud numerosa» que lo seguía en la última etapa de su camino hacia Jerusalén, declara las exigencias radicales para sus seguidores. Son recomendaciones fortísimas que ponen en crisis a todo hombre de “mente sana”, a partir de la petición de “odiar” (o “amar menos”) a los propios padres: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.» Hay que enfatizar que la frase en el original griego es muy drástica por el uso del verbo miseo “odiar”, que varias traducciones modernas evitan usar a causa de su carga emotiva. Palabras tan fuertes de Jesús no parecen haber sido dichas “por casualidad” o a la ligera (como ha compartido un conocedor budista vietnamita que, notando la dificultad de entender las instrucciones de Jesús en cuestión, ha subrayado con simplicidad: “Si Jesús ha dicho esto, ¡algún sentido tiene que tener!”). Estas palabras exigen a todos nosotros una seria reflexión sobre su significado y, en consecuencia, sobre nuestra llamada a seguir a Jesús.
Para comprender bien la enseñanza de Jesús en el evangelio de hoy, se tiene que tener en cuenta su estructura específica (llamada técnicamente inclusio), donde la frase conclusiva se refiere a la inicial para acentuar el punto central de todo el discurso: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo». A la luz de esta conclusión, la exigencia inicial a todo potencial discípulo de “odiar” «a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos y a sus hermanos y a sus hermanas, hasta su propia vida» en realidad se refiere a todos los bienes que tiene y cultiva.
Hemos escuchado en el pasado la recomendación de Jesús de abandonar los haberes materiales para entrar en el Reino de Dios. Ahora, se recomienda al discípulo una renuncia radical y heroica al amor por los familiares y a la vida misma, todo por Jesús. En otras palabras, se pide al discípulo amar a Jesús por encima de las personas más queridas y por encima de sí mismo, como se explicita en el texto paralelo del evangelio de Mateo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).
La renuncia que Jesús exige a todo discípulo suyo, es lo que él mismo ya practicaba por Dios, por el Reino y para cumplir la misión de Dios. Él, en efecto, ha dejado todo y a todos para dedicarse total y libremente a la causa del Reino y formar la nueva familia de Dios, según el plan de salvación divino. En la recomendación a “odiar” a los padres, en el sentido de “amar menos” o de “abandonar”, no se quiere poner en cuestión el mandamiento del Decálogo de honrar al padre y a la madre, sino acentuar la práctica concreta del primer mandamiento de la Ley Divina: amar a Dios sobre todas las cosas/personas con todo el corazón, la mente, el ser. Jesús pide a sus potenciales discípulos seguir su misma vía, poniendo a Dios y a su persona en el primer lugar y uniéndose a Él en el camino emblemático hacia Jerusalén.
En la óptica de lo que está por acontecer en Jerusalén, se entiende porqué Jesús continua su enseñanza con la recomendación de cargar la “propia cruz”. Se puede intuir fácilmente que la imagen modelo que permanece aquí es la vía de la Cruz que Jesús mismo ha recorrido. Con ello se entiende todas las dificultades, adversidades, persecuciones en el camino de la vida y de la misión por el Reino de Dios, que se tienen que vivir con Jesús y como Jesús. Tanto es cierto, que Jesús mismo hablaba de la “cruz de cada día” en la vida de quien lo sigue: «Si alguien quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga».
La perspectiva de la “cruz” parte y se inserta en el misterio de la Cruz de Cristo para la salvación del mundo. Ella, en realidad, es la sabiduría de Dios que parece una locura, una gran necedad para el mundo, como bien ha explicado San Pablo (1Cor 1,18-31). Así, el discurso de la cruz que Jesús ofrece a sus potenciales seguidores, no viene del razonamiento terreno, sino celeste. En otros términos, viene de Dios en Cristo para una verdadera sabiduría en la que, en las expresiones del libro de la Sabiduría, «los hombres fueron instruidos en lo que a ti [a Dios] agrada» y «fueron salvados por medio de la sabiduría». Así, cada vez que un discípulo carga su “cruz” con y en Cristo, lleva adelante la misión de Cristo para la salvación del mundo entero.
Las instrucciones de Jesús revelan hoy, por tanto, una sabiduría divina que se ha mostrado particularmente diversa a la humana y en contraste con ella. Necesitan, por ello, un cálculo sabio, como Jesús ha recomendado con las dos parábolas sobre la construcción de la torre y sobre el rey que va a la guerra. Es necesario razonar siempre, reflexionar sobre las fuerzas a disposición y afrontar la “tarea” de ser discípulo de Jesús en la misión ardua y noble de llevar el evangelio de Dios a todo el mundo y en cada lugar donde vivimos. Pero no se trata de cálculos que se hacen según los razonamientos humanos, sino divinos (porque, efectivamente, «los razonamientos de los mortales son tímidos e inciertas nuestras reflexiones», a causa de «un cuerpo corruptible» y una «mente llena de preocupaciones». Hay que tener presente las “paradojas divinas” que Jesús mismo ha acusado: «Quien quiere salvar la propia vida, la perderá; pero quien pierda la propia vida por causa mía y del evangelio, la salvará» (Mc 8,35), así como «quien haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o campos por mi nombre, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna» (Mt 19,29).
Por eso, la sabiduría en el camino del discípulo consiste siempre en el hacerse humilde delante de Dios, como lo hemos aprendido la semana pasada, y en el poner la fe, la confianza y la fuerza no tanto en la propia sabiduría humana limitada, sino en Jesús y en sus palabras, porque solo Él «tiene palabras de vida eterna» (Jn 6,68), como ha profesado San Pedro, y porque, como San Pablo ha afirmado, a partir de su experiencia de discípulo misionero: «Todo lo puedo en Aquel que me da fuerza» (Fil 4,13). ¡Así sea! ¡Amén!
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