Desafiando los pronósticos de las casas de apuestas y de los observadores del Vaticano en todo el mundo, el cardenal Robert Francis Prevost fue elegido Papa León XIV el 8 de mayo, convirtiéndose en el primer papa de la historia proveniente de los Estados Unidos. El nuevo Santo Padre sirvió durante muchos años como misionero en Sudamérica y es ciudadano de los EE.UU. y del Perú. En sus primeras palabras como papa, desde el balcón que da a la Plaza de San Pedro, declaró: “Juntos, debemos buscar maneras de ser una Iglesia misionera” e hizo un llamado a todos los católicos “a ser misioneros.”
Esta no es ni una agenda radical ni algo nuevo. El trabajo misionero ha estado en el corazón de la Iglesia Católica desde sus primeros días. No ha sido usualmente del tipo de “ir puerta por puerta”; los católicos tienden a ser “misioneros del servicio”, que entrelazan su fe con una vocación terrenal. A lo largo de la historia, los movimientos católicos se han formado típicamente en respuesta a una necesidad urgente del mundo. Algunos misioneros en estos movimientos cuidaron a los enfermos (por ejemplo, los Hermanos Hospitalarios), otros enseñaron a los jóvenes (los jesuitas), y otros alimentaron a los hambrientos (las Misioneras de la Caridad). El espíritu es atender tanto al cuerpo como al alma. Como católico laico, yo mismo considero que mi escritura, mis conferencias y mi enseñanza en el ámbito secular son la manera principal en la que comparto mi fe públicamente.
A medida que el nuevo papa llama a los católicos a ser misioneros del servicio que representen a una Iglesia misionera, surge entonces la pregunta: ¿qué necesidad urgente enfrentamos? León lo nombró en su misa inaugural: “¡Hermanos y hermanas, esta es la hora del amor!” Sanar las heridas en nuestras familias, naciones e Iglesia es la misión que necesitamos hoy: una misión de verdadero amor para un mundo que sufre.
El amor es central en la fe cristiana. En el Libro del Génesis, Dios dijo: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.” En el Nuevo Testamento, el apóstol Juan aclara esa semejanza: “Dios es amor”; por lo tanto, fuimos creados para amar. En cuanto a lo que eso significa exactamente, Santo Tomás de Aquino ofrece una respuesta convincente en su Summa Theologiae, escrita en los años previos a su muerte en 1274: “Amar es querer el bien del otro.”
Pero, como suele decirse, el diablo está en los detalles. Querer el bien de los demás puede tomar muchas formas diferentes. Algunos podrían argumentar que, en nuestro mundo desordenado, una misión de amor debería enfatizar la empatía simple hacia los demás, aceptando a las personas tal como son, sin juicios. Para los psicólogos, la empatía significa “adoptar el estado emocional de otra persona.” Esto es lo que lleva a los padres a decir: “Uno solo es tan feliz como su hijo más infeliz.” Una actitud de empatía incluso puede implicar un acoplamiento de cerebros mediante la activación de las neuronas espejo.
Si la empatía fuera el llamado de León, entonces la misión de amor sería vivir y dejar vivir, sin cuestionar visiones o conductas que estén en desacuerdo con la ley natural y la enseñanza de la Iglesia, y sin criticar las malas acciones.
Es poco probable que León tome ese camino. No porque carezca de empatía —al contrario, según su trabajo y su predicación—. Pero también es canonista, con profunda experiencia en las leyes de la Iglesia Católica, las cuales enseñan que la misericordia es incoherente si no va acompañada del reconocimiento del bien y del mal. El sufrimiento humano, muy a menudo, es fruto de nuestros propios errores, y no todos los puntos de vista son compatibles con la enseñanza de la Iglesia. En esos casos, lo que se necesita no es solo misericordia, sino también honestidad. Un fiel misionero médico no dejaría de dar un consejo correctivo sobre el bienestar físico; lo mismo ocurre con el bienestar moral, incluso cuando la corrección es incómoda. Llevarse bien es excelente, pero ceder en todo no lo es tanto. Como la Iglesia ha dejado claro, “la salvación de las almas” es “la ley suprema en la Iglesia”, y siempre “ha de tenerse ante los ojos.”
Si piensas que esto suena simplemente como teología inflexible, considera que la investigación en ciencias del comportamiento ha encontrado poco apoyo para la hipótesis de que la empatía sea la mejor forma de ayudar a los demás. Como he escrito antes, una expresión más verdadera y eficaz del amor es la compasión. Las personas suelen usar compasión y empatía como sinónimos, pero sus significados son muy diferentes. La compasión incluye la empatía, pero además exige comprender racionalmente la fuente del dolor de otro y poseer el coraje y la franqueza de nombrarlo y sugerir un remedio, incluso si hacerlo puede ser difícil o impopular. Para ver la diferencia, piensa en ser padre de un adolescente angustiado y rebelde. La empatía no impone reglas. Pero la compasión dice: “Estas son las reglas que te mantendrán a salvo. Insisto en ellas porque te amo, aunque ahora me odies por hacerlo.”
La empatía es más fácil que la compasión, pero no mejor. De hecho, las investigaciones han demostrado que es mucho menos beneficiosa para quien ayuda. Incluso podría dañar al que sufre, porque puede predisponernos a favor de unas personas y en contra de otras. Como señala el psicólogo Paul Bloom, quien ha estudiado el tema exhaustivamente: “La empatía es parcial y parroquial; te enfoca en ciertas personas a expensas de otras; y es innumerada, por lo que distorsiona nuestras decisiones morales y políticas de formas que causan sufrimiento en lugar de aliviarlo.” El amor como empatía puede invitarnos a compartir la misión de amor solo con quienes se parecen a nosotros y llevarnos a tratar a otros como extraños. Piensa en el “sesgo partidista” que tantas personas tienen hoy, que las hace muy indulgentes con los errores de quienes están de su lado en un asunto, pero totalmente condenatorias hacia quienes están en el otro. Esto no es en absoluto el mensaje de Jesús, y empeora la polarización ideológica.
La verdadera compasión significa hablar con franqueza sobre la fe y la moral. Y ahí es donde las cosas se ponen aún más difíciles: transmitir una verdad incómoda (según la entiendes) a alguien cuando no tienes amor por esa persona no es difícil; hacerlo con amor es el verdadero desafío. Puede que hayas notado, como yo, que cuando sientes el impulso de criticar la conducta de alguien, cualquier sentimiento de afecto hacia esa persona disminuye, quizá como una forma de mantener tu determinación.
Criticar sin amor también suele ser contraproducente —para ambas partes—. Por lo general, aumenta las actitudes y comportamientos no deseados. Piensa en cómo te afecta cuando alguien con quien no estás de acuerdo en un tema —digamos, el medioambiente— te dice con desprecio lo estúpida que es tu postura. Es muy poco probable que pienses: Vaya, tiene razón, en realidad sí quiero arruinar la hermosa creación de Dios por puro egoísmo. Por el contrario, lo más probable es que te aferres más a tu posición, un fenómeno que los psicólogos llaman “efecto boomerang.”
El trabajo misionero requiere usar tus valores como un don, no como un arma. Eso significa presentar esos valores con amor y rechazar la cultura del desprecio que premia los insultos con clics, “me gusta” y visualizaciones. Y recuerda: la gente es extremadamente hábil para leer tus sentimientos, así que si llevas una corrección moral pero eres inauténtico al afirmar que te importa la otra persona, lo notarán.
La clave para hilar fino entre la corrección y el amor se encuentra en uno de los pasajes más famosos del Evangelio: la enseñanza de Jesús en el Sermón de la Montaña de “amar a tus enemigos y orar por quienes te persiguen.” Como comentario a la dificultad de sentir ese amor, Martin Luther King Jr.—un hombre con mucha experiencia en la corrección moral de los demás desde el amor—dijo esto en un sermón de 1957: “Si odias a tus enemigos, no tienes forma de redimirlos y transformarlos. Pero si amas a tus enemigos, descubrirás que en la raíz misma del amor está el poder de la redención.”
Una vez más, lo que es moralmente correcto resulta ser también empíricamente cierto: orar por los demás aumenta tu capacidad de perdonarlos.
Lograr esa misión de amor también servirá al segundo objetivo que León mencionó en su misa inaugural: construir “una Iglesia unida, signo de unidad y de comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.” Para los no católicos, eso puede sonar como un lugar común. Yo lo veo de otra manera: como el reconocimiento del papa de que la Iglesia misma tiene profundas divisiones y conflictos que superar —como hemos visto en la amarga fractura de la última década entre sus alas conservadora y progresista—.
Si aprendemos a amar de verdad, lo que significa querer el bien del otro, podemos alcanzar la unidad. Algunas de mis amistades más preciadas son con personas que no están de acuerdo conmigo en política, religión y cuestiones sociales, pero que se preocupan profundamente por mí como persona, a pesar de mis creencias posiblemente equivocadas. Seguramente tú también puedes decir lo mismo de alguien importante en tu vida.
Y todo comienza en casa. Mi esposa y yo no coincidimos en muchas cosas e incluso votamos de manera diferente en las elecciones presidenciales más recientes. Pero nuestra adoración y admiración mutuas, nuestro amor compartido por nuestros hijos y nietos, y nuestro compromiso con la Iglesia Católica hacen que esas diferencias se reduzcan a la insignificancia. El amor une.
A juzgar por sus primeras palabras como papa, León XIV podría lanzar la misión de amor que la Iglesia necesita. Y una Iglesia misionera del amor podría ser justo lo que el mundo necesita.
© 2025 Arthur Brooks, publicado por primera vez en The Atlantic
El Dr. Arthur C. Brooks es católico practicante, profesor en Harvard y colaborador de The Atlantic, donde publica la columna semanal «How to Build a Life» (Cómo construir una vida). Es presentador de un nuevo programa llamado «Office Hours» (disponible en todas las plataformas de podcasts) y autor de varios libros superventas del New York Times, entre ellos From Strength to Strength y, más recientemente, The Happiness Files. Para obtener más información sobre el trabajo de Arthur, visite www.arthurbrooks.com.
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