Historias

«Hoy ha llegado la salvación a esta casa»: Zaqueo y la misión del perdón

2 nov, 05:00 a. m.
La historia de Zaqueo nos recuerda que la verdadera conversión es un encuentro gozoso con la misericordia, una llamada a caminar hacia adelante con esperanza y amor.

 

Por Pierre Diarra

¿A quién debemos escuchar y qué debemos oír? ¿A los que recriminan y parecen vigilar lo que hacen los demás? ¿A los que intentan convertirse, como Zaqueo, sea cual sea su situación? ¿Se dirige Jesús a todos cuando invita a la conversión?

¿Qué dicen los que recriminan, que son numerosos según el evangelista? Se trata de «todos» o, al menos, de la mayoría: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». ¿Qué debemos entender y sobrentender? La «gente que se comporta bien» o «la gente buena» no va a casa de cualquiera. Si una persona parece tener un buen comportamiento, no debe relacionarse con personas de comportamiento dudoso. Se piensa que no debe dejarse influir para actuar mal. Pero, ¿debemos hacer distinciones separando a los buenos por un lado y a los malos por otro? ¿Cómo se puede vivir la misión cristiana si las personas que llevan el Evangelio están alejadas de las personas que necesitan el perdón del Señor? Además, las personas que están bien consideradas por quienes las rodean, que se esfuerzan por actuar bien, por amar a Dios y al prójimo, pueden cometer errores, carecer de amor y, por tanto, necesitar el perdón del Señor.

Escuchemos lo que Zaqueo le dijo al Señor: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Zaqueo, cuyo nombre significa «el justo», es un buen ejemplo de arrepentimiento liberador y gozoso. Al confesar sus faltas y mostrar un firme deseo de reparación, confiesa el amor a Dios. Quiere reconocer ante el Señor y ante las personas que están a su lado que es un pecador y que necesita la salvación. Parece afirmar que el perdón nos lo da el Señor Jesús, ante quien reconoce que ha hecho daño a la gente. Quiere devolver cuatro veces más, como si quisiera compartir los beneficios de sus ganancias injustamente adquiridas. Podría decirse: con todo lo que ha robado, puede hacerlo; pero no es tan sencillo; hace falta valor para ser justo e incluso ir más allá. Con ello, Zaqueo quiere mostrar no solamente que hay que optar por la justicia, sino también intentar ir más lejos, es decir, tomar la senda de un amor que no tiene límites. Nos orientamos hacia el amor a Dios, que es el más fuerte y que nos empuja a ir cada vez más lejos en los actos de amor que realizamos.

Confesar el amor a Dios es proclamar en voz alta, con cierta exultación, que Dios ha llegado a mí, al pobre pecador que soy. ¿No es el nombre de mi Dios Jesús, que significa «Dios salva»? Este Dios no vino por los justos sino por los pecadores. Confesar el amor de un Dios que actúa en mi vida es confesar el futuro que Dios abre para mí, con mis hermanos y hermanas. Es un Dios cuya misericordia llega a mí, así como a todos los seres humanos, a todos los que reconocen sus faltas y piden sinceramente perdón. Confieso que soy pecador, pero sobre todo confieso que Dios es Amor, Misericordia; reconozco que el perdón me ha alcanzado y que Dios se preocupa por mi salvación, por mi futuro. No me limito a decir «he hecho esto, he hecho lo otro y es malo...», especialmente cuando me presento ante el sacerdote para el sacramento de la reconciliación; también digo: Dios me ama, me llama a vivir esto, aquello. Aquí es donde estoy y así es como quiero avanzar. Soy consciente del amor de Dios, consciente de un Dios que perdona. Me encuentro con un Dios que me ama; todavía no he llegado en mi camino hacia la santidad, hacia este Dios tres veces santo. Pero puedo seguir adelante; no he dicho mi última palabra y Dios tampoco. Sé que su amor y su perdón me alcanzan en mi camino de hombre o mujer. Jesús está con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos (Mt 28,20), aunque sea rechazado o acogido, en agonía o «recrucificado» (Heb 6,6), sin dejar nunca de estar resucitado y de estar-con-nosotros de diversas maneras (véase Michel Fédou, Jésus Christ au fil des siècles, París, Cerf, 2019, p. 491)

Reconocer mi pecado y pedir perdón a Dios es una expresión de asumir la responsabilidad de mi historia en relación con la salvación en Jesucristo. Pedir perdón no es un ajuste de cuentas. Se trata de decir con confianza: Ay, Señor, tú me amas; perdóname por lo que he hecho y abre para mí un futuro que me permita caminar contigo, en la esperanza, en el amor. La confesión de mi pecado es también una confesión de mi fe que puede tomar la forma de un credo, de un canto, de una acción de gracias... La confesión de mi pecado me ayuda a sentirme amado, perdonado, animado a seguir esforzándome por amar mejor, por creer mejor y por esperar con confianza. Puesto que Dios nos ama, a cada uno de nosotros de forma única, cada uno debe por tanto sentirse a gusto consigo mismo, con sus limitaciones, sus defectos e incluso sus faltas. No debemos desanimarnos en la búsqueda de la verdadera sed de verdad y amor. El perdón nos arraiga en esta búsqueda y nos anima a perdonar a nuestra vez: perdona nuestras ofensas y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. 

Escuchad lo que Jesús dice sobre Zaqueo: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». Siguiendo el ejemplo del apóstol Pablo, recemos para que nuestro Dios nos encuentre dignos de la llamada que nos ha hecho a cada uno de nosotros. Recemos para que, con su poder, permita a todos realizar el bien que cada uno desea, para que se active la fe. 

Con el salmista, tomemos conciencia de la bondad y misericordia de nuestro Dios. Porque el Señor sostiene a todos los que caen y levanta a todos los que están abrumados. Con los ojos puestos en Él, todos estamos invitados a la esperanza. Él nos da la vida, el mundo, la inteligencia y la comida en todo momento. Él sacia de bondad a todos los seres vivos. El Señor es justo en todos sus caminos, fiel en todo lo que hace. Está cerca de quienes lo invocan, de todos los que lo invocan desde la verdad. Responde al deseo de quienes lo temen; escucha su clamor: los salva. Señor, que tu amor esté con nosotros, al igual que nuestra esperanza está puesta en ti. ¡Atrevámonos a bendecir el nombre del Señor, siempre y para siempre! Atrevámonos a alabar su nombre siempre y para siempre. Solamente Él merece ser alabado, porque su grandeza y su amor no tienen límites. Atrevámonos a alabar sus obras y su misericordia y a proclamar sus hazañas. Que esto nos mantenga en el camino correcto, el camino de la santidad, por más esfuerzo que requiera. Repitamos la historia de sus maravillas, de su perdón, y que todo nuestro ser sepa darle gracias.

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